Comentario
Al igual que en los de vidrio, en los objetos de cerámica cabe distinguir tres aspectos complementarios y autónomos: el más aparente de ellos será el de la propia figura de la pieza. El segundo se refiere a la temática de su decoración, en la que, con las limitaciones y ventajas de la forma y la técnica, se impondrán los mismos motivos que una vez y otra hemos descrito en otras clases de soportes; finalmente está el aspecto técnico, es decir, el tipo de barro empleado, el carácter gráfico o plástico de la decoración, el material de ésta, el vedrío o sustancia destinada a impermeabilizar y a dar brillo y el tipo y número de cochuras que se le dieran a la pieza, aspecto al que dedicaremos atención, ya que supuso el mayor esfuerzo de los alfareros musulmanes, cuyo objetivo fue alcanzar la perfección de las producciones chinas, a fin de disponer de un soporte gráfico equiparable al papel y con las ventajas adicionales de brillo e inalterabilidad.
La cerámica musulmana, durante la época omeya y el primer siglo abbasí, dispuso tanto de las obras de tradición grecorromana, con decoración en relieve, o bien de origen persa. Sin embargo, muy pronto los artesanos iraquíes realizaron las primeras modificaciones técnicas, ya que al imitar manufacturas chinas llegadas como regalo en tiempos de Harum al-Rasid, aplicaron barnices (vidriado transparente) y esmaltes (vidriado opaco, que también puede colorearse) a los tiestos, de tal manera que, además de hacerlos impermeables, pudieron darles policromía con diversos óxidos metálicos; con estos expedientes, además de la producción de lujo, los musulmanes dispusieron de cerámica vistosa y barata, de producción local, en la que destacaban los colores verdes, negruzcos amoratados y melados, en diversas combinaciones de dibujos o letreros, animados con incisiones, relieves, estampillados, etc. Con esta base se hicieron tiestos, brocales de pozo, etc., que en Al-Andalus se expandió bajo el tipo llamado verde y manganeso.
En la cerámica de lujo, ya fuese utilitaria o de simple ostentación, fue decisiva la invención de la de reflejo dorado, gracias al empleo de óxido de plata (que daba reflejos nacarados), pero que se abandonó por su alto costo, o de cobre (de agresivos brillos rojizos) dados sobre la superficie ya vidriada de los tiestos; su intención primitiva consistía en sustituir las vajillas de oro que el Islam había proscrito. Esta técnica, empleada antes en la decoración de los vidrios, requería una segunda y aun una tercera cochuras, por lo que el proceso resultaba bastante complejo, y por lo tanto caro. Desde Samarra primero y desde Bagdad después, alcanzó una amplia difusión, de manera que, ya en el siglo X, la cerámica de reflejo dorado se empleaba en Egipto, profusamente decorada, incluso con figuras humanas, a veces de nítida raigambre copta. En Al-Andalus se popularizo a partir de Málaga en el siglo XIII, adquiriendo justísima fama en la Granada del XV.
Dos siglos antes había nacido en Persia otra mejora, consistente en un frito blanco que cocía a alta temperatura, cuya blancura le hizo equivalente, en cerámica, al papel de los miniaturistas; una vez decorado el objeto se recubría con otra novedad de química aplicada del momento, un vedrío alcalino. En esta misma línea hay que registrar el invento del minai persa, que permitió obtener cerámicas policromadas; se basaba en aplicar bajo el esmalte los colores más resistentes al fuego, antes de proceder a una primera cocción; posteriormente se pintaban los restantes colores y se devolvía el cacharro al horno, cuya temperatura se rebajaba. En este apartado destacaron las producciones del siglo XIII en Kasan y Rayy, que abarcaron los siete colores, y cesaron con la invasión de los mongoles.
Una técnica barata, pues permitió la fabricación a bajo coste de azulejos para la decoración de edificios y tiestos, fue la llamada de cuerda seca, consistente en delimitar, mediante una delgada línea de grasa mezclada con manganeso, cada uno de los campos a decorar, evitándose con ello que los colores se corran y se mezclen antes de cocerlos; al hacerlo, la grasa se quemaba y dejaba una oscura línea terrosa delimitando los motivos. La técnica de la cuerda seca fue empleada con gran maestría en Al-Andalus, antes de que se generalizara en Oriente, como lo demuestra la moldura de la cúpula de la segunda ampliación de la Aljama de Córdoba.
La producción alfarera del Islam se planteó, como en las demás actividades industriales que iremos viendo, en localidades concretas, que adoptaron técnicas, formas o decoraciones específicas; son tantas que sólo citaremos a renglón seguido las más notables, como ampliación de las ya mencionadas. La ciudad siria de Raqqa fue uno de los centros de producción más destacados, caracterizándose su producción, entre 1171 y 1259, por el empleo de ornamentación en negro sobre un barniz turquesa o blanco, de estilizado y amanerado dibujo, que nos recuerda producciones españolas muy posteriores. Una parte significativa de la cerámica islámica fue elaborada a partir de 1514, cuando Tabriz fue conquistada por Selim y deportados sus artesanos a Iznik, la antigua Nicea. Las más viejas manufacturas de esta ciudad turca tuvieron decoración azul sobre fondo blanco; pronto se incrementó la gama y en obras posteriores las figuras usaron el azul con el rojo y el verde, en diversas tonalidades. Gracias al alto contenido en sílice de la arcilla empleada en estos cacharros, su vitrificación fue perfecta y el colorido brillante, percibiéndose influencia china, concretamente de la producción de la dinastía Ming.
Los objetos de metales preciosos debieron ser, entre los árabes preislámicos, las más valiosas de sus posesiones, ya que el propio Corán se preocupó de prohibir su uso en las vajillas; así es natural que los omeyas usasen recipientes, lámparas y armas de origen cristiano o sasánida, especialmente de bronce, que en nada delatarían la identidad de sus posesores hasta que poco a poco se le fueran añadiendo letreros cúficos o figuraciones características. Al poco vemos cómo se despliega una intensa actividad en la artesanía musulmana dedicada a la metalistería; de ella se conservan producciones de oro y plata, aunque, como era de esperar, el muestreo arqueológico es bastante pálido si se confronta con la abundante, y no siempre veraz, información que nos proporciona la literatura; la mayoría de los ejemplares conservados son de bronce, cuyo precio y conservación son más equilibrados, y no faltan los fabricados con otras aleaciones, especialmente las imitaciones del oro; muy poco se sabe de la producción de objetos de hierro o cobre sin tratar, dada su difícil conversión. Estos metales recibieron profusa decoración, alcanzada por medios diversos y que en general denominamos demasquinados, entre cuyos expedientes se contaban los esgrafiados, pavonados, dorados, plateados, incrustaciones diversas, etc.
Las formas fueron abundantísimas, por los que sólo mencionaremos los grupos funcionales y tipológicos más extensos o de mayores valores artísticos. Destacan los elementos relacionados con la iluminación, para contener aceite y mechas, tales como candiles, pies de candelabros simples o múltiples, faroles, arañas metálicas para sostener las mariposas en mezquitas y palacios; los que contuvieron fuego, como es el caso de braseros, especieros, esencieros (es decir incensarios), etc. Los que se destinaron al agua, como fueron aguamaniles, barreños, morteros y jarros; las lujosas armas de parada, las campanillas y, finalmente, los animales de metal que sirvieron como bocas de fuentes, entre los que destacan los ejemplares de ciervos de Madinat al-Zahra. Mención especial merecen las hojas de las puertas del Sahn de la Aljama almohade de Sevilla, de bronce que fue dorado, y que, sobre una fuerte estructura de madera, forman un lujoso forro que se conserva intacto. Para la decoración de estas piezas, que adoptan perfiles muy estilizados, se emplearon los motivos que el Islam fue adoptando como propio y reelaborando según su peculiar gusto; así se conocen temas de el de Topkapi. El resto eran arcas, de los que se conserva uno de época nasrí, de taracea, y arquetas y botes de marfil y madera, espléndidas piezas estas últimas de las que, salvo algún ejemplar almohade, poseemos unas veinticinco labradas durante el califato cordobés. La más antigua de las conservadas se hizo en el 964 y la más moderna hacia el 1050, constando su relación con personas concretas de la familia califal. Tras la fitna los artesanos se dispersaron y, por compra o como botín, acabaron sus producciones en manos cristianas. Servirían para joyas y perfumes, ya que la mayor sólo mide 35 cm, siendo unas arquetas con tapa de artesa y otras botes cilíndricos. De todos los ejemplares conocidos destacan dos firmados por un tal Halaf que era un oriental.
Dentro del mobiliario religioso destacan los alminbares, de muy diversos tamaños, pero que cualquiera que sea la entidad de esta estructura en madera, todas coinciden en su riqueza decorativa, ya que sobre la madera aparecen labrados atauriques, lacerías y cenefas con inscripciones religiosas. Sólo ocasionalmente y en las obras procedentes del Egipto de los fatimíes es posible encontrar algún tema figurativo muy estilizado. Junto a las obras egipcias, hay que destacar las creadas en Siria y en Mesopotamia, pero los ejemplares más hermosos fueron los realizados en Al-Magrib; el más viejo de ellos, y más antiguo del Islam, es el de Qayrawan, fechado en 862; se trata de una sensacional pieza que se presenta hoy muy trastocada por la restauración de 1907 y que está compuesta por paneles de madera labrados con temas vegetales y de lazo. La técnica habitual en Al-Andalus fue la de la taracea, consistente en incrustar en paneles de madera dura, placas de otras de diferentes especies y por lo tanto de diferentes tonos y vetas, además de marfil o hueso, en su color o teñidas de rojo, verde o negro, así como clavazón dorada o plateada. Entre los alminbares antiguos, destaca el de la Qutubiyya de Marrakus, labrado en Córdoba entre 1139 y 1142.